lunes, 20 de septiembre de 2010

Tres tristes tigres (fragmento)

-¿No puedes oír cómo el viejo Bach juega en la tonalidad en re, cómo construye sus imitaciones, cómo hace las variaciones imprevisiblemente pero donde el tema lo permite y lo sugiere y no antes, nunca después, y a pesar de ello logra sorprender? ¿No te parece un esclavo con toda libertad? Ah, viejito, es mejor que Offenbach, te lo juro, porque está here, hier, ici, aquí en esta tristeza habanera y no en una alegría parisién.
Cué tenía esa obsesión del tiempo. Quiero decir que buscaba el tiempo en el espacio y no otra cosa que una búsqueda eran nuestros viajes continuos, interminables, un solo viaje infinito por el Malecón, como ahora, pero a cualquier hora del día y de la noche, recorriendo el paisaje cariado de las casas viejas, las que están entre el parque Maceo y La Punta, que terminaron por convertirse en lo mismo que el hombre le robó al mar para hacer el Malecón: otra barrera de arrecifes, recibiendo el salitre siempre y rocío marino cuando hay viento y olas en los días en los que el mar salta sobre la calle y pega en las casas buscando la costa que le arrebataron, creándola, haciéndose otra orilla, y después los parques en que empieza ahora el túnel y donde los cocoteros y los almendros falsos y las uvas caletas no borran del todo el aire de solar de chivos que el sol consigue al quemar la yerba y tostar el verde en un amarillo pajizo y el demasiado polvo haciendo otras paredes con la luz, y después los bares del puerto: New Pastores, Two Brothers, Don Quixote, el bar donde los marineros griegos bailan cogidos por los brazos mientras las putas se ríen y la iglesia de San Francisco, del convento, enfrentada a la Lonja y a la Aduana, señalando los diferentes tiempos históricos, las distintas dominaciones talladas en esta plaza que en la época y en los grabados de la Toma de la GuanHábana por los ingleses parecía una maravilla veneciana y los bares que repiten la entrada a la salida de la alameda de Paula y recuerdan que los muelles comienzan o terminan los paseos del mar, en La Habana, y luego siguiendo la curva suave de la bahía íbamos a cada rato hasta el Guanabacoa y Regla, a los bares, mirando a la ciudad del otro lado del puerto como desde el extranjero, en el México o en el bar Piloto, sobre pilotes, en el agua, oyendo y viendo el vaporetto que hace el viaje cada media hora, y luego regresábamos por todo el Malecón hasta la Quinta Avenida y la Playa de Marianao, cuando no seguíamos al Mariel o nos hundíamos en el túnel de la bahía y aparecíamos en Matanzas a comer y luego a Varadero a jugar para volver a medianoche, e madrugada a La Habana: hablando siempre y siempre contando chismes y haciendo chistes y siempre y también filosofando o estetizando o moralizando, siempre: la cuestión era hacer ver como que no trabajábamos porque en La Habana, Cuba, ésa es la única manera de ser gente bien, que es lo que Cué y yo querríamos haber sido, queríamos ser, tratábamos de ser –y siempre teníamos tiempo para hablar del tiempo–. Cuando Cué hablaba del tiempo y del espacio y recorría todo aquel espacio en todo nuestro tiempo pensé que era para divertirnos y ahora lo sé: era así: era para hacer una cosa diversa, otra cosa, y mientras corríamos por el espacio conseguíamos eludir lo que siempre evitó, creo, que era recorrer otro espacio fuera del tiempo –o más claro–, recordar. Lo opuesto a mí, porque me gusta acordarme de las cosas más que vivirlas o vivir las cosas sabiendo que nunca se pierden porque puedo evocarlas debe haber tiempo Ésta es la cosa que es en el presente lo más perturbador y si existe el tiempo que es en el presente lo más perturbador es la cosa que hace al presente lo más perturbador puedo vivirlas de nuevo al recordarlas y sería bueno que el verbo grabar (un disco, una cinta) fuera el mismo que en inglés, recordar también, porque eso es lo que es, que es lo opuesto de lo que es Arsenio Cué. Ahora hablaba de Bach, de Offenbach y quizá de Ludwig Feuerbach (del barroco como el arte del préstamo digno, de reconciliarse con el austríaco y alegre parisino porque dijo que en la floresta de la música él sabía que nunca será un ruiseñor, de alabar al hegeliano tardío que aplicó el concepto de alienación a la creación de los dioses), pero eso no era recordar, sino lo contrario. Es decir, memorizar.
–¿Te das cuenta, mi viejo? Este tipo fue una suma y parece una multiplicación. Bach al cuadrado.
En ese momento (sí, justo en ese momento) se hizo el silencio universal: en el carro y en el radio y en Cué, y era que la música terminó. Habló el locutor –que se parecía mucho a Cué, en la voz.
"Acaban de escuchar, señoras y señores, el Concerto Grosso en Re Mayor, opus once número tres, de Antonio Vivaldi. (Pausa.) Violín: Isaac Stern, viola: Alexander Schneider..."
Solté una carcajada y creo que Arsenio también.
–Chico –le dije– la cultura en el trópico. ¿Tedas cuenta, mi viejo? –le dije, imitando su voz, pero haciéndola más pedante que amiga. No me miró, dijo:
–En el fondo, yo tenía razón. Bach se pasó toda su vida robándole cosas a Vivaldi, y no sólo a Vivaldi –quería salvarse por la erudición: lo vi venir:– sino a Marcello –dijo, nítidamente, Marchel-lo– y a Manfredini y Veracini y hasta Evaristo Felice Dall-Abaco. Por eso hablé de suma.
–Debías haber dicho resta, sustracción, ¿no?
Se rió. Lo bueno que Cué tenía sentido del humor más desarrollado que el del ridículo Hemos presentado en nuestro espacio Grandes Partituras un programa dedicado Apagó el radio.
–Pero tienes razón –le dije, contemporizando. Soy el Cid Contemporizador–. Bach es el padre de la música, como se dice, por la ley, pero Vivaldi le hace un guiño a Ana Magdalena de vez en cuando.
–Viva Vivaldi –dijo Cué, riendo.
–Si Bustrófedon estuviera en esta máquina del tiempo ya hubiera dicho Vibachldi o Vivach o Bivaldi y seguiría hasta la noche.
–Entonces, ¿qué te parece Vivaldi a sesenta?
–Que bajaste la velocidad.
–Albinoni a ochenta, Frescobaldi a cien, Cimarosa a cincuenta, Monteverdi a cientoveinte, Gesualdo a lo que dé el motor –hizo una pausa más exaltada que refrescante y siguió:– No importa, lo que yo dije sigue valiendo y pienso en lo que será Palestrina oído en un jet.
–Un milagro de la acústica –dije yo.

Guillermo Cabrera Infante

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Ausencia de Joaquín

Desde ahora, como una partida verificada lejos,
en funerales estaciones de humo o solitarios malecones,
desde ahora lo veo precipitándose en su muerte,
y detrás de él siento cerrarse los días del tiempo.

Desde ahora, bruscamente, siento que parte,
precipitándose en las aguas, en ciertas aguas, en cierto océano,
y luego, al golpe suyo, gotas se levantan, y un ruido,
un determinado, sordo ruido siento producirse,
un golpe de agua azotada por su peso,
y de alguna parte, de alguna parte siento que saltan y salpican estas aguas,
sobre mí salpican estas aguas, y viven como ácidos.

Su costumbre de sueños y desmedidas noches,
su alma desobediente, su preparada palidez,
duermen con él por último, y él duerme,
porque al mar de los muertos su pasión desplómase,
violentamente hundiéndose, fríamente asociándose.

Pablo Neruda